Suelta esa decepción, que quema en la mano, déjala caer desde lo alto del precipicio, déjala caer y mira cómo cae, cómo se aleja, cómo rebota en cada roca. Y por último, escucha el glorioso sonido que hace al hacerse añicos contra las rocas, y como suena el mar cuando la aleja de la costa, a un lugar donde a nadie le volverá a molestar.
Hay algunas que son más resistentes, que están aferradas a nuestra mano. Pero nos la podemos arrancar, nos quitaremos piel, nos dolerá, pero será mejor que la reacción de esa decepción. Si esa decepción sabe que vamos al precicipio, no dará muestras de su agilidad, esperará a que la lancemos y tratará de empujarnos con ella al fondo, donde todas las demás decepciones rotas descansan. Si no luchamos y tratamos de vencerlas, nos acabarán lanzando, y volver a subir ese acantilado será de todo menos agradable.
Y está las peores, las que se te necrosan en el cuerpo y tratan de hundirte, de manejarte,de alejarte de ese precipicio del que saben que no saldrían vivas. Y cuanto más les dejemos que nos manejen, más nos controlarán y nos alejarán. Eso es el autoengaño. Y para salir del autoengaño solo hay una solución, y es tocar fondo, en ese precipicio metafórico, debemos lanzarnos, tocar fondo, y dejar que esas decepciones se rompan en mil pedazos, y después, rehacernos de nuestras cenizas. Solo si hacemos eso volveremos a alzarnos victoriosos desde lo alto de precipicio.
Ese precipicio metafórico es nuestra autoestima, y cada vez que desde lo alto que alcanza nuestra autoestima lanzamos algo que nos molesta, desaparece de nuestra vista y deja de ser un problema. Pero si nos autoengañamos no hay más solución que tocar fondo ya que toda altura que creamos vivir será plenamente inventada, mirar a los ojos a la realidad, y volver a recuperar el control de nosotros mismos desde cero, por duro que suene.
Jack
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